Hay días que pienso que te sueño y he soñado que te pienso de día. Hay veces creo no existes y otras te siento tan real y mío, que no entiendo por qué no irrumpes en mí rasgándome las venas para convertirte en torrente de vida y así abras brechas en las profundidades secretas y tibias de mi alma.
No sabes que desde tiempos inmemoriales, antes que el ave cantara al alba y que la flor estirara sus pétalos para bañarse con la brisa del arroyo que nace de la montaña, ya esperaba por ti, con la misma paciencia del céfiro que aguarda cese la lluvia para salir luego a acariciar la pradera.
Aprendí a pensarte en voz baja, pero hay noches que en un grito silencioso se me escapa tu nombre, conociendo tu existencia sólo una nube errante, un grupo de silentes estrellas, el sereno que se cuela por la ventana y mi almohada, a quienes les hablo de ti hasta que sombras somnolientas se cuelgan de mis párpados y nuevamente vuelvo a soñar que te sueño.
A veces, cuando mis letras cansan y hasta mis propias palabras aburren, me vuelvo refugio de melancolía y callo al silencio hacinándolo en una gaveta del buró, de la que en ocasiones se escapan gemidos, anhelos, lamentos… una canción, esa que enhebra suspiros a la aguja del olvido que pronto ha de remendarme el corazón.
Sola, a la sombra de elegías ajenas, veo lo ilusa que soy sujetando sus versos entre las manos, y de nueva cuenta su sentimiento forma un río caudaloso en mis venas haciendo temblar los límites de mi pasión, pero a la vez, extinguiendo mi escaso suministro de verdades y sueños, creyéndome huérfana de todo y decepcionada de todos, principalmente de mi.
Bajo entonces la voz a los sótanos del alma, me amparo en el mar de mis emociones y decido alejarme de ti, porque de alguna forma, mansa y dulcemente, me hieres, sintiendo morir bajo el vientre de la silente noche, porque en horas como ésta, de puntual soledad, aún me dueles.
Creí que nada podría vencer la fe de mi palabra, ni la fuerza de mi razón. Que con estratagemas podría ganarle a la vida evadiendo sus males de amor. Pero una vez más, de manera imprevista –como se place hacerlo-, ha conseguido despeñar un alud sobre mi ingenuo corazón. Sabida que el amor es una enfermedad sin remedio; una semilla al viento que llega, florece, marchita y se va, dejé que su avalancha me arrastrara, y sentí de nuevo el cálido abrazo del sentimiento y el dulce aroma de la ilusión.
Clínicamente, mi caso es grave: no como, poco duermo, me acompaño del silencio para hablarle de ti y en la obscuridad, tallo a golpe de formón tu bella imagen de ángel que tengo grabada claramente en el fondo de mis pupilas y que contemplo desde mi nocturna existencia.
Absurdamente te amo, hoy, esta noche, mañana... Y quisiera escucharas lo secretos que guardan mis ojos cuando te veo, regalarte una estrella fugaz para que la decores con tu nombre y la sitúes luego en una nueva constelación creada y garantizada por algún dios.
No obstante, me duele de pronto la ausencia, porque siempre estoy sola de ti, de este mar al que nunca llegará tu marea, porque entiendo que jamás entrarás en mi verdad, que siempre estaré más allá de tus ojos, en el cetrino territorio donde quiso comenzar mi alma.
Aún así, sigo soñando, aguardando la misma hora, contemplando la misma luna para encontrarte en ella. Quizá no entiendas el anhelo de mis labios huérfanos o mis torpes palabras en las que me refugio para ahuyentar la soledad. Al final, eres tú y no yo quien vive en mi mente, y soy yo la que vive exiliada de tu cuerpo, de tu boca, de tus besos, de tu tiempo y de tu vida.
Fácil sería amar a otro y saciar esta sed, pero no puedo. Te amo por principio y convicción, (como no creí volver amar) y aunque tu corazón nunca se abra en el mismo instante que el mío, esperaré con la paciencia del naufrago a que la corriente de tu río se calme en mis venas, y que el olvido relegue todo trayendo la desesperanza del alba, cuando por las noches me duerma con la única certeza que despertaré.
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